Muchas de las preocupaciones que recibo en consultas sobre salud suelen ser «detalles»: cuestiones que, aunque pueden tener cierto impacto, su influencia en la salud global es muy baja. Si tal suplemento, si es mejor comer la fruta antes o después de las comidas, o si conviene más el té rojo o el verde… Mil historias que se leen en internet. Pero recordemos que el 95 % de lo que circula en la red es «basura» diseñada para captar nuestra atención. Son cosas que, en el mejor de los casos, suman solo un 0,5 % a nuestra salud. En cambio, la mayoría de la gente no presta atención a temas que, si se manejan mal, pueden restar un 30 % (por decir una cifra) a su bienestar.
La hidratación (agua + sodio) es uno de esos temas cruciales. A menudo se pasa por alto, y me atrevería a decir que el 99 % de las personas no la gestiona correctamente, a pesar de que es uno de los factores con mayor impacto en nuestra salud y en la calidad de vida diaria.
Muchas personas me comentan: «Paso el día sin energía», o algunos atletas dicen: «Hay días en los que me siento bien, pero otros, sin motivo aparente, me cuesta incluso mantener ritmos bajos». Claro que esto puede deberse a múltiples y complejas causas: fatiga general, mala calidad del sueño, una alimentación deficiente, carencias nutricionales, uso de fármacos, etc. Sin embargo, en muchísimos casos se trata simplemente de una falta de agua y/o sodio.
Veamos la importancia de la hidratación y cómo asegurarnos de hacerlo bien en el día a día.
Agua
El agua es esencial para que nuestro organismo cumpla con numerosas funciones: actúa como medio de transporte y es el principal componente del plasma sanguíneo; regula la temperatura corporal; funciona como solvente en reacciones químicas; lubrica articulaciones y otros órganos; facilita la eliminación de desechos; participa en la digestión y proporciona soporte estructural a los tejidos (gracias al agua intracelular), entre muchas otras funciones.
Para asegurar que todas estas funciones vitales se mantengan en óptimas condiciones, es crucial: 1) mantener niveles adecuados de agua en el organismo y 2) reponer continuamente el agua que perdemos.
¿Cómo perdemos agua?
- Respiración: Al exhalar, expulsamos aire húmedo. Cuando en un día frío ves una nube de «vaho» al respirar, estás observando el vapor de agua que sale de tu cuerpo y se condensa en pequeñas gotas al entrar en contacto con el aire frío.
- Orina y heces: Nuestros riñones filtran desechos que luego excretan en la orina, y también perdemos algo de agua a través de las heces, aunque en menor medida que con la orina.
- Transpiración: Uno de los procesos fisiológicos más importantes para el organismo es mantener una temperatura corporal cercana a 37 °C. Para evitar que esta suba a niveles peligrosos, el cuerpo disipa calor a través de la transpiración. Utiliza agua interna, que absorbe el calor y se libera a través de los poros de la piel. El enfriamiento ocurre cuando esta agua se evapora en el aire, y este proceso sucede constantemente, incluso cuando no hacemos ejercicio o no hace calor. Sin embargo, no lo percibimos porque el agua se evapora rápidamente al llegar a la superficie de la piel.
Evidentemente, este mecanismo de transpiración trabaja con mayor intensidad cuando hacemos actividad física o si la temperatura exterior es alta. Si la temperatura y/o la intensidad del ejercicio son elevadas, y este proceso de evaporación no es suficiente, ocurre lo que llamamos sudoración (acumulación de agua en la piel). Y, como mencioné antes, si el agua se acumula y no se evapora, no se produce enfriamiento. Por eso, la humedad dificulta el enfriamiento: al haber más agua en el ambiente, se reduce la capacidad de evaporación de nuestra propia agua. Con alta humedad, no perdemos más agua interna (es decir, no transpiramos más); simplemente sudamos más (acumulamos más agua en la piel) porque se evapora menos.
Nuestro cuerpo es un 60 % agua, distribuida de la siguiente manera:
– 67 % está dentro de las células.
– 33 % está fuera de las células; de este porcentaje, un 8 % se encuentra en el plasma sanguíneo.
El agua intracelular es «sagrada»: el organismo no permite perderla. El agua que se utiliza para la transpiración proviene de ese 8 % presente en la sangre.
¿Por qué es importante reponer el agua que perdemos?
Cuando perdemos agua de la sangre, disminuye el volumen de líquido en ella, lo que afecta el flujo sanguíneo que llega a los órganos y músculos. Por lo tanto, llega menos oxígeno, se produce menos energía y aumenta la fatiga. Esta es la razón por la cual, en condiciones de calor (y cuando no reponemos agua), nuestra frecuencia cardíaca se eleva más de lo habitual: el corazón necesita bombear más rápido para compensar ese déficit.
De todos modos, a medida que avanza el día, si no reponemos el agua perdida (especialmente en días calurosos y húmedos), este mecanismo compensatorio deja de ser suficiente. Si no reponemos agua, se verá afectado el rendimiento de los músculos y órganos. El cerebro nos manda señales de fatiga (para reducir la actividad y ahorrar energía) y sed (para «obligarnos» a hidratarnos) y así proteger al organismo.
Ahora llega la pregunta del millón:
¿Cuánta agua necesitamos reponer para no dejar a la sangre sin ella?
Esta es una pregunta difícil de responder de manera general, ya que depende de muchos factores: si se realiza actividad física y, en caso afirmativo, la intensidad y duración de esta; la temperatura y humedad del ambiente; el tamaño corporal de la persona y, finalmente, su genética. Hay quienes tienen una mayor capacidad innata para disipar calor corporal a través de la transpiración y otros que no. Por lo tanto, no existe una respuesta única, pero sí algunas indicaciones generales.
Una fórmula que funciona bastante bien como orientación general es la siguiente:
0,033 x tu peso en kg.
Esto nos da una idea aproximada de cuántos litros de agua necesitamos ingerir en un día para reponer lo perdido y evitar entrar en déficit.
Dos aclaraciones sobre esta fórmula: está pensada para 1) un día con condiciones ambientales «normales» de calor y humedad y 2) un día sin actividad física. Si realizamos ejercicio, habrá que añadir más agua para compensar la pérdida (tema que profundizaremos más adelante).
Otro punto a tener en cuenta es que los alimentos también aportan agua, especialmente frutas y verduras. Aproximadamente, esta representa el 20 % del total de agua diaria. Por ejemplo, si pesamos 60 kg y necesitamos reponer 2 litros de agua (0,033 x 60), deberíamos beber unos 1,6 L al día, mientras que los otros 400 mL vendrían de los alimentos.
Agua que perdemos durante el ejercicio
Ya conocemos la cantidad de agua que deberíamos consumir en un día normal de calor/humedad y sin actividad física. Ahora veamos el «extra» que necesitamos reponer si hacemos ejercicio (ya que la temperatura corporal aumenta y el organismo tiene que transpirar más para evitar un sobrecalentamiento peligroso).
Como antes, es difícil dar una recomendación general porque la cantidad de agua que perdemos depende del tipo de ejercicio (su intensidad), del calor/humedad del ambiente y de la genética de cada persona. Sin embargo, aquí hay otra fórmula que puede servir de orientación:
7,75 x tu peso en kg.
Esto te dará una estimación de los mililitros de agua que pierdes (y que deberías reponer) por cada hora de ejercicio.
Otras dos puntualizaciones sobre esta fórmula: está pensada para 1) días con condiciones ambientales «normales» de calor y humedad y 2) una intensidad de ejercicio moderada.
Un truco adicional es pesarse justo antes de ejercitarse y luego al terminar. La diferencia de peso en kilogramos será (aproximadamente) la cantidad de agua perdida en litros. Es cierto que el peso perdido también puede incluir algo de grasa y glucógeno (especialmente si la intensidad es alta o si hay baja flexibilidad metabólica), pero la mayor parte será agua.
Evitar un déficit de sodio también es clave para reducir la pérdida de líquidos. A continuación, veremos la importancia del sodio.
Sodio
Aunque sabemos que el agua es fundamental para la hidratación, en cuanto a la sal (sodio) se nos ha inculcado erróneamente que «cuanto menos, mejor». Estas recomendaciones provienen del temor a la hipertensión y otros problemas cardiovasculares, asociados, entre otros factores, a un exceso de sodio en la dieta de la población general, que suele provenir de un alto consumo de productos ultraprocesados y pan blanco (las principales fuentes de sal para la mayoría de las personas). Al igual que con el azúcar, la mayor parte de la sal que consumimos no proviene de la que añadimos directamente a la comida, sino de la «oculta» en productos procesados.
Sin embargo, quienes llevan una alimentación basada en comida natural (especialmente si es baja en carbohidratos, si practican ejercicio y más aún si realizan ayuno intermitente) suelen enfrentarse al problema contrario: un déficit de sodio y una presión arterial baja, lo que puede causar fatiga, dolores de cabeza y mareos.
Advertencia: Las recomendaciones sobre el sodio que se presentan a continuación están dirigidas a personas con buenos hábitos alimenticios. No son apropiadas para quienes presentan riesgo cardiovascular, consumen productos industriales en exceso o tienen problemas de hipertensión asociados a una elevada ingesta de sodio, ácido úrico alto, homocisteína elevada, sedentarismo, etc.
Vamos al detalle.
Cuando perdemos solo agua, hablamos de deshidratación. Pero cuando, además de agua, perdemos sodio, ocurre la hipovolemia: una disminución del volumen sanguíneo. Al transpirar, perdemos tanto agua como sodio, y esta reducción en volumen afecta al organismo de forma más negativa que la pérdida de agua sola. El sodio que perdemos es extracelular, el que se encuentra en el plasma sanguíneo, al igual que el agua.
Tan pronto como el organismo detecta que se pierde sodio y no se repone, intenta mantener los niveles de sodio sanguíneo en equilibrio disminuyendo el volumen de sangre en circulación. Esto provoca una caída en la presión arterial, que puede causar debilidad y dolores de cabeza. ¿A quién no le ha pasado, en un día caluroso, sentirse «aplatanado», sin energía y con sensación de debilidad? Ahora ya sabes que la causa no es solo la pérdida de agua, sino también la de sodio. Y esto puede ocurrir incluso en días fríos o normales si se lleva una dieta con poca sal.
La importancia del sodio es tal que, sin él, no podríamos vivir. Una de las dos funciones para las que el organismo necesita generar energía (la otra es la contracción muscular) es el transporte de iones (cationes) de sodio y potasio a través de la bomba sodio-potasio, un mecanismo vital para el organismo que transporta el sodio fuera de la célula y el potasio dentro. Si este proceso fallara, moriríamos en cuestión de segundos.
Vamos ahora a lo más importante: la parte práctica.
Cuánto sodio (que no sal) deberíamos consumir al día
Para responder esta pregunta, vamos a revisar qué dice la ciencia hasta la fecha. La mayoría de los estudios observacionales muestran que reducir el sodio disminuye la tensión arterial. Esto no es ninguna novedad, y sabemos que puede ser útil para personas que consumen demasiada sal y tienen problemas de hipertensión. Sin embargo, hoy nos enfocamos en personas sanas y normotensas (que deben evitar disminuir su tensión arterial en exceso) o incluso hipotensas (que necesitan aumentarla). Por eso, de todos los estudios disponibles, quiero resaltar dos que analizan el consumo de sodio en relación con la menor mortalidad por cualquier causa.
El primero, publicado en el New England Journal of Medicine en 2014, se destaca por no basarse en encuestas alimenticias, sino en la excreción de sodio en la orina, lo que da una medida más precisa del consumo. La muestra fue amplia (102.000 personas de 17 países) y el seguimiento considerable (3,7 años). Sus conclusiones son claras: “una ingesta de sodio estimada entre 4 y 6 g por día se asoció con un menor riesgo de muerte y eventos cardiovasculares”. El riesgo aumentaba si el consumo estaba por debajo o por encima de esa cantidad, sugiriendo un “punto óptimo” de alrededor de 4 g al día.
El segundo estudio, realizado por el Centro Cardiovascular Suizo del Hospital Universitario de Berna en 2021, analizó investigaciones publicadas desde 2010, abarcando datos de 181 países. Sus conclusiones confirman los hallazgos del estudio anterior: una ingesta diaria de sodio de entre 4 y 6 gramos se asocia con una menor mortalidad por cualquier causa y una mayor esperanza de vida saludable.
Al igual que sucede con el agua, los alimentos también aportan sodio. Si seguimos una alimentación basada en comida natural, se estima que ingerimos entre 500 mg y 1 g de sodio al día.
Pasemos a realizar cálculos:
- Cálculo 1 (el mínimo): Supongamos que queremos llegar a 3 g de sodio al día (el mínimo del rango asociado con menor mortalidad). Si ya obtenemos 1 g (el máximo estimado) a través de los alimentos, necesitaríamos ingerir 2 g adicionales de sodio al día.
- Cálculo 2 (el máximo): Si intentamos alcanzar el «punto óptimo» de 5 g de sodio al día y restamos 500 mg que provienen de los alimentos, necesitaríamos consumir 4,5 g de sodio extra.
Estos cálculos no tienen en cuenta la actividad física. Aproximadamente, se pierden unos 500 mg de sodio por cada hora de ejercicio moderado bajo condiciones climáticas normales, lo cual debe añadirse a la cantidad de sodio que necesitamos reponer si realizamos actividad física.
Traduciendo a gramos de sal (no de sodio), que es lo que realmente consumimos
Cabe destacar que hasta ahora hemos hablado de cantidades de sodio, no de sal. La sal marina pura es aproximadamente un 38 % sodio (recomiendo la de Guérande). Traduciendo los cálculos anteriores a gramos de sal por día, la cantidad que necesitamos sería:
- Cálculo 1 (el mínimo): 5,3 g de sal marina pura (2 g de sodio).
- Cálculo 2 (el máximo): 11,8 g de sal marina pura (4,5 g de sodio).
Potasio. Por qué no me preocupa.
A diferencia del sodio, el potasio se encuentra dentro de las células. Si reponemos el sodio que perdemos para mantener sus niveles estables, el potasio no tiene que salir de la célula para equilibrar los niveles de sodio-potasio y, por lo tanto, no lo perderemos.
Resumen
- Agua: Deberíamos asegurarnos de beber al día (en litros) el resultado de la fórmula: 0,033 x tu peso en kg, restando un 20 %, que sería el agua que obtenemos de los alimentos. Si realizamos actividad física, habría que añadir la cantidad de agua que perdemos durante el ejercicio. Aproximadamente, en una hora de ejercicio moderado bajo condiciones climáticas normales, perderemos los mililitros de agua equivalente a: 7,75 x tu peso en kg.
- Sal: La cantidad recomendada de sal marina añadida es de 5 a 12 g al día, es decir, además del sodio que obtenemos de los alimentos naturales. Si no alcanzamos esta cantidad con la sal que usamos para cocinar (lo que es bastante común), se puede complementar de otras maneras, por ejemplo, añadiendo sal a un bidón de agua (con un poco de limón si queremos variar el sabor) y bebiéndolo a lo largo del día.
Nota importante: Repito que estos cálculos están dirigidos a personas sanas con buenos hábitos: aquellas que basan su alimentación en comida natural, consumen poco pan, realizan ejercicio físico de forma regular y no tienen problemas cardiovasculares ni hipertensión. ¡No queremos complicaciones!